Día de buena suerte para las brujas. Por lo menos para aquellas que sobrevivieron a la inquisición y habitan entre políticos e indigentes. Lo sé, porque hoy subí al auto con una de ellas. Por la mañana nos envolvió la neblina espesa y jodona que no quita el sol de las nueve, y ella aún estaba dormida en el asiento del copiloto. Parecía un día blanco, como el fósforo, cegador y mortal. Mi bruja y yo nos cubríamos con esa angustia que te da cuando no ves claro, ni más allá de tus narices. Aquello no parecía tener remedio. Peo ahí estábamos. Una bruja y un puritano, amaneciendo a un día incierto. Conduje al centro de la ciudad. Al llegar, vimos un buen lugar para aparcar en la calle. Recién abandonaba otro auto el espacio. La suerte comenzaba a llegar. El sol despuntaba.
Caminamos por la acera y entramos a la casona de unos amigos. Charlamos un poco con un par de ellos, una pareja de serranos que bajaban a la capital por algunos consejos. Comimos pretzels y capuchinos de amaretto. Mi bruja les recetó la fórmula del éxito. Buena suerte para ellos. Mientras hablaba, yo la miraba admirado ¿Cuánto poder posee?, pensé. Se volvió a mí y me sonrió. Buena suerte para mí.
Salimos y el sol paró sobre nosotros. La calle no humeaba de calor, pero el frio había desaparecido. Caminamos de regreso al auto. Me asaltó una buena idea. Llevaba meses sin trabajo y por fin encontraba una respuesta. Abrí la puerta con el control remoto. Ella entró y yo después. Encendí y dimos la vuelta a la izquierda sobre viaducto, camino a casa.
Yo manejaba con despreocupación. Ya no me dolían las rodillas, el orgullo cesaba y podía volver a andar. Ella posó su mano sobre mi pierna. Yo dejé la mano izquierda en el volante y con la derecha tomé su mano. Enredé mis dedos en los suyos. El sol se tranquilizaba un poco sobre el horizonte. El humor se elevaba. Conduje el línea recta. Sabía que todo iba bien. Lo veía en ella. Sonrió.
Al llegar al barrio, vimos a un cartero del Servicio Postal de Gobierno. Buscaba una dirección. Parecía confundido. El sol traspasaba con sus rayos la lente oscura de sus gafas, evidentemente chinas. Traía su casco puesto en colores rosa y verde pastel. Su moto quedaba unos veinte metros atrás.
– ¡Miralo! –dije yo-. Me gusta su casco. Quiero uno así.
Mi bruja volteó a verlo. El auto avanzaba lento sobre la calle descompuesta. Yo volví la mirada hacia al frente. Ella seguía mirándolo. De pronto, el cartero se había esfumado del escenario.
– ¡Jajajaja! -, soltó la risa Mi bruja
– ¿Qué pasa?-, le pregunté.
– ¡Se cayó! ¡El cartero se cayó! ¡Jajajaja!
El pobre cartero había rodado banqueta abajo, con todo y casco en colores pastel.
– Menos mal que traía casco -, dije yo carcajeando.
– ¡Eso! –dijo ella- ¡Es que se te antojó su casco!
Tomamos la calle principal. La casa estaba cerca. Paramos en la tienda. Compraríamos un garrafón de agua. Ella se quedó dentro del auto. Una camioneta con albañiles le rebasó por el lado izquierdo y paró en la casa de al lado. Luego un sonido: ¡¡PLAATTT!! Regresé de la tienda hacia la calle, temiendo alguna horrenda coincidencia. De la nada, la marquesina de la casa de al lado se venció y quedó hecha trizas en la calle. Mis nervios se calmaron, pero estaba sorprendido. Voltee a ver a mi bruja a través de la ventanilla del auto. Estaba ilesa y miraba lo ocurrido. Los albañiles habían salido corriendo a saber lo que había sucedido. Ahí estaba ese gran pedazo de concreto caído, mientras la fachada de esa pobre casa se quedaba sin cabeza. Hay días en los que es mejor no despertar. Afortunadamente no era el mío. Yo iba a salvo con mi bruja.
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